martes, 12 de julio de 2005

"Paren el mundo, yo me bajo"

Si yo dijera que estamos en guerra, es muy probable que la gente me mirara con extrañeza y preguntara, no sin cierto sarcasmo, dónde escondí las trincheras. Como no es cuestión de empezar a sacarme granadas de los bolsillos para fundamentar mis ideas, voy a sacarme entonces de la garganta, para pasarlas al papel, las palabras que guardo —en vez de balas y misiles— y que prueban que, este mundo en que vivimos, está a punto de estallar en mil pedazos, ante las miradas incrédulas de gran parte de los que lo habitan.

Ni siquiera tengo que cerrar los ojos para recordar con total nitidez lo que éstos vieron el jueves 11 de marzo del 2004.  Aquella mañana no hubo clases: los universitarios estábamos en huelga. De todos modos, no me pude quedar dormida hasta muy tarde, porque tenía que hacer uno de esos trabajos en equipo que tanto aborrezco, y antes de las once de la mañana debía estar trepada en el metro. Saliendo de la regadera, me encontré en el celular un mensaje de Manuela —una de mis pocas amigas madrileñas— que decía: "Mi madre dice que no salga de casa por el caos que hay en la ciudad, ¿quedamos más tarde?" No entendí a qué venía eso del caos pero me pareció perfecto porque se me había hecho tardísimo. Después sonó el teléfono y era una tía de Valencia, preguntando si estábamos todos vivos. Pues claro que sí, qué tontería, ¿Cómo íbamos a estar si no?
¿Qué tontería? Atentado de ETA, casi 70 muertos. Y yo, cinco minutos antes, había saltado de alegría ante la posibilidad de "quedar más tarde", cuando el "caos" era lo realmente preocupante. El resto del día, todos pegados a la televisión y a los teléfonos, que no paraban de sonar. 13 bombas, 10 explosiones, 80 muertos, 90, 100, 120...200. 1463 heridos. Y la cuenta seguía, interminable.

Los noticieros te bombardeaban con imágenes de gente sin brazos, sin piernas... sin vida. La escena favorita de los periodistas era una toma muy particular de un vagón del tren. A primera vista sólo era un montón de hierro destrozado. Pero, si te fijabas bien, se trataba de una mujer calcinada, cuyo esqueleto no alcanzaba a distinguirse del todo. Como un fantasma.  Lo peor era darse cuenta de que, de no haber sido por muchas casualidades, más gente habría estado en esos vagones.

Dos días después, algunos se iban tranquilizando, aunque yo cada vez estaba más nerviosa. Tal vez para calmar esos nervios, decidí ir a la manifestación que convocó José María Aznar en contra del terrorismo. Él, dando discursos; nosotros, saliendo en masa a la calle. Y a fin de cuentas, todos fomentando la locura de esos días aciagos.

 Lo cierto era que, paulatinamente, la situación se iba volviendo más horrible.  Las elecciones estaban cerca. Y mientras que, a nivel internacional, todos los periódicos hablaban de Al Quaeda, en España pretendían convencernos de que los responsables habían sido los etarras. El atentado era una clara venganza por la situación en Irak, aunque no lo fueran a admitir. Y Aznar dando discursitos. Y Aznar convocando manifestaciones, en medio de una lluvia torrencial (“Madrid llora”, trataban de poetizar todos los locutores del país). Y los medios le aplaudían porque estuvo aproximadamente 10 minutos sin paraguas, codo a codo con el príncipe Felipe. Mira nada más qué rudos, qué valientes: se mojan. El resto nos estuvimos mojando todo el tiempo, ¿y qué? Que el resto no decidió apoyar a Estados Unidos con sus planes de guerra.

Rafín me preguntó tiempo después que qué gritaba yo, "ahora sí muy manifestante". La gente, en realidad, no gritaba mucho. Uno que otro improperio (en contra de los terroristas, claro está)  sí era coreado de vez en cuando. También se entonaba un: "¡No estamos todos, nos faltan 200!", y un furioso "¿QUIEN HA SIDO?" cuando pasaban Aznar y los reyes, dizque muy mojaditos.  Sin embargo, lo que predominaba era la tristeza y, por eso, los gritos no eran demasiados: no quedaban ánimos. Estábamos ahí por los que habían muerto, por los que no habían tenido la misma suerte que nosotros. Estábamos ahí porque no teníamos otra manera de expresar eso que sentíamos, y que tampoco acabábamos de asimilar del todo

Año y medio después — cuando creía, en verdad, haberlo asimilado—  la historia se repite, en Londres. Sólo que esta vez no estoy allí, mirando las noticias y “manifestándome” después bajo la lluvia; y me horrorizo al darme cuenta de que la distancia territorial, crea también una distancia con el problema. Yo misma no viví el atentado en Londres de la misma manera que el atentado en Madrid.  Eso implica, entonces, que todos los que no estuvieron conmigo en aquel otro momento, no imaginan siquiera la decadencia que he tratado de describir. Implica que nadie se da cuenta del problema global: no son incidentes aislados; se trata de una guerra, por mucho que los gobiernos intenten tapar el sol con un dedo.

             Hoy me detengo a reflexionar sobre la situación actual y siento, sobre todo, miedo. Me queda claro, sin embargo, que el primer paso hacia un mundo pacífico es, al menos, darnos cuenta de que el problema existe. No podemos seguir evadiendo la realidad, sólo porque estemos relativamente lejos de ella. Porque yo estoy bien. Porque tú que me lees estás bien. Pero faltan más de 200 de los trenes españoles. Faltan otros muchos de los trenes ingleses. Faltan todos los que cayeron junto con las torres gemelas. ¿Cuántos más?  Y es que, este conteo infame es parte de una guerra que no acaba de terminarse, y en la que estamos todos metidos… aunque sea en distintos vagones.
 

miércoles, 18 de mayo de 2005

Pesadillas


Cuando sonaba el despertador, él  tardaba en levantarse, cansado, como quien emerge de un profundo letargo. Todas las noches soñaba que se le caían los dientes.  Algunas veces los escupía uno por uno; otras, él mismo se los arrancaba. Pero las variantes de la pesadilla eran lo de menos, una vez que el terror de su propia boca desdentada lo hacía levantarse, Daniel sabía que pasaría el resto de la noche con los ojos abiertos, mirando el techo, consumiéndose de pavor ante la posibilidad de cerrarlos y experimentar el sueño recurrente.

  Yo lo conocí, ojeroso y triste, en una tertulia literaria de las que organizaba por aquélla época Octavio Cifuentes. Descubrí sus ojos azules en un rincón de la salita iluminada con velas y me pareció un ser ínclito a pesar de su mirada de animal en cautiverio. Felipe Torres, uno de los pseudo-poetas más aburridos de mi generación, lo estaba aturdiendo con sus ideas sobre el romanticismo de las cucarachas; así que decidí acudir en su rescate. Aún no entiendo qué fuerza extraña me poseyó para ir a sentarme entre los dos, con el ridículo argumento de: “Vengo a interrumpir su plática, ¿de qué hablan?” Felipe nos presentó, no del todo contento con mi intromisión. Sin embargo, Daniel parecía aliviado.

-       ¿Qué esperas tú de la vida?- me preguntó a modo de saludo.

-       No lo sé, pero así es más divertido. Además, no corro el riesgo de la decepción si mis expectativas no se cumplen.

Le gustó mi respuesta. Lo sé porque se quedó mirándome durante una eternidad, sin decir nada, con esa especie de sonrisa perenne –pero no del todo alegre- que pronto aprendería a reconocer.

Felipe se sintió inmediatamente excluido y trató de volver a la carga; Daniel lo interrumpió.

-       Surgió un imprevisto.- dijo, cortante. – Tengo que irme.-

 Pero luego añadió, dirigiéndose a mi: “¿Me acompañas?”  Así de fácil. Ni siquiera pregunté a dónde. Recogí mis cosas ante la mirada impávida de Felipe y tomé la mano que me ofrecía Daniel, dispuesta a seguirlo al fin del mundo.

No pasó mucho tiempo antes de que yo misma me viera envuelta en sus terribles pesadillas. Daniel vivía rodeado de fantasmas, responsables de la dentadura hueca que lo hacía ahogar gemidos en la almohada cada noche, y yo aprendí a vivir con él y sus espectros. Al principio se trataba sólo de una presencia débil, tolerable, pero poco a poco se fue apoderando de mi existencia, hasta el punto en que también yo despertaba sobresaltada, anticipándome a los sueños de Daniel. 

No hablábamos del tema. Era normal que él se deprimiera, encerrándose en graves silencios que duraban días y para los cuales no ofrecía más explicación que sus pesadillas. Mas un buen día conocí a su fantasma, oculto en lo más profundo de un cajón. Era una foto vieja, donde Daniel aparecía sonriendo de una forma desconocida, abrazado a una mujer que lo sujetaba con cierto sentido de pertenencia y a mí, en cambio, parecía mirarme con un gesto cínico y burlón.

Cuando Daniel llegó a casa esa tarde, lo confronté, blandiendo la foto como si fuera un arma. Me miró como si lo hubiera desintegrado con aquella imagen y  suspiró con resignación, alegando que, al menos, constituía una ganancia que yo lo hubiera descubierto sola.

-       Andrea es mi musa.- explicó con una mueca sombría. – Sueño que pierdo los dientes porque algo me falta. Me falta Andrea.

-       ¿Y yo? ¿Dónde quedo yo?

-       No sé estar solo.- dijo, inexpresivo. – Y tú, algunas veces, te pareces a ella.

   Una ira sorda me recorrió todo el cuerpo. Maldije mentalmente las tertulias de Octavio, las cucarachas de Felipe, los ojos azules que parecían llamarme desde el otro extremo de la habitación, los últimos años al lado de Daniel, sirviéndole como sustituto de la mujer que se burlaba de mí en la foto. Pero, sobre todo, maldije la sonrisa que Daniel había guardado para ella.  Supe en ese momento que sólo existía una forma de vengarme de él y su fantasma: si no había sido capaz de sonreírme a mí de esa manera, no volvería a sonreír nunca.

Aún no sé de dónde saqué la fuerza para el golpe que vino después: un golpe seco; con el puño cerrado y antes tan débil, ahora cargado de toda la rabia que me habían infundido los episodios nocturnos del joven poeta. Le rompí dos dientes.

Salí de allí corriendo, perseguida por sus gritos y el recuerdo de la fotografía. No miré atrás, ni una sola vez. Me importaban poco las suyas, porque mis pesadillas habían terminado.

Nunca me molesté en averiguar si Daniel seguía despertando cada noche. Pero, si así era, al menos ahora –gracias a mí- sus temores tenían una razón de ser. 

sábado, 5 de febrero de 2005

Un cielo de sábanas rojas


¿Y qué hago yo, ahora, con estas ganas de no tener ganas de quererte? Deshaciéndome de tus fotos... (¿para qué?) y transportándome mentalmente a Salamanca. Cuando me abrazabas con el pretexto del frío y caminábamos de la mano por la Plaza Mayor. Y las luces, y la gente, y la música...y antes, esas interminables tres horas de autobús, para después recibir el regalo de tus ojos azules esperándome en la estación. Luego, un beso robado cuando de fondo David Bisbal lloraba sus penas. Patético. Y de ahí a descubrir que sí, que eras tú la persona indicada para descubrirme, que no importaba que tú nunca hubieras querido ser explorador. Que no me quisieras igual... o que nada más no me quisieras. Importaban todos esos besos que no caben en una canción. Importaba que yo sí te quiero.

         Luego, Madrid, y de nuevo tus ojos en el pasillo de perfumería del Corte Inglés. Tantos olores y yo buscando, reconociendo el tuyo. Y otra vez lo encontré, entre las sábanas rojas de ese quinto piso en el barrio de Argüelles. Un quinto piso antes del cielo, pero más cerca del cielo de lo que he estado nunca. Porque "el cielo, si es que existe, debe ser un instante de sexo congelado". Después el agua corriendo por tu boca, y  mi boca...y los dos tan juntos que ya no se sabía quién eras tú y quién era yo. Y tu espalda iluminada por la luna, y mi espalda sintiendo que no necesitaba nada más, porque tenía la tuya al lado. 

         Madrid eras tú, mezclado con la música setentera y los martinis de la Casa Sol. Tú bailando conmigo como si no existiera nadie más, tú abrazándome otra vez en el metro, mientras volábamos de nuevo al cielo de sábanas rojas. Tu pie y mi pie pisando el Kilómetro Cero. Mis ojos con los tuyos mirando la Puerta del Sol.

Te llevaste esa mirada en la maleta, de vuelta a Salamanca. Un silencio eterno, más tarde tu voz otra vez, pidiéndome que fuera a verte. Pero no fui. En parte por vengarme del silencio y en parte...porque no volviste a pedirlo. Porque me hacía más falta a mí que a ti. Me moría de estas ganas que ya no quiero, pero me siguen aplastando. 

miércoles, 12 de enero de 2005

Mudito terapéutico

*Los nombres de algunos personajes han sido cambiados por motivos de pena ajena.

Cuando tenía trece años me enamoré perdidamente de un tal  Jorge. Yo, a los trece, me la pasaba enamorándome perdidamente. Desde entonces tengo corazón de cofradía pero, en aquella época, enamorarse estaba bastante de moda entre mis amistades y yo no podía ser menos: no eras nadie si no sufrías por alguien. Así que, un buen día, vi a Jorge a la salida del cine y decidí que me había enamorado. Y a partir de entonces: ¡a sufrir! Pero la cosa no era tan sencilla. Una tenía que comentar con las amigas lo terrible de sus circunstancias y –por supuesto- hacer algo al respecto, porque no tenía ningún caso decir que sufrías y luego quedarte de brazos cruzados. Si tus amigas descubrían que tu sufrimiento no era auténtico, que no estabas poniéndote en acción para conquistar a tu amorcito, te perdían el respeto. Y para darle autenticidad al asunto, yo hacía lo que fuera.

Afortunadamente, no estaba sola. Recurrí a mi mejor amiga, quien  -claro está- también era un alma en desgracia. Hacíamos lo mejor que podíamos para estar a la altura de la situación: buscar compatibilidad de horóscopos en las revistas para adolescentes, escribir poemas desgarradores…incluso alguna vez seguimos al pie de la letra las instrucciones de infalibles “hechizos de amor” (esas revistas eran una fuente inagotable de recursos para los corazones maltrechos).

Pero nuestros mejores momentos, los pasábamos junto al teléfono. Podíamos estar horas enteras marcando el número de nuestros enamorados (que nos había proporcionado amablemente el amigo del amigo de un amigo suyo) para escuchar la voz amada y luego, evidentemente, colgar. Ellos seguían contestando, nosotras seguíamos conteniendo la respiración, con el corazón en un hilo, mientras escuchábamos: “¿Bueno? ¿Bueno?” Luego comentábamos lo inteligentes y adorables que sonaban los muchachos.  

Con el tiempo, fui reciclando mis amores. Aún así, el “mudito” telefónico seguía siendo un elemento clave en aquellas fugaces pero intensas relaciones. Estoy segura de que, eventualmente, habría dejado de hacer esas ridiculeces por mi propia voluntad. Pero mi evolución fue abruptamente interrumpida por la tecnología.

 Un sábado como otro cualquiera, estaba perdiendo el tiempo con mi amiga Erika, cuando decidimos que había llegado ese momento crítico de nuestras tardes de ocio en el que era absolutamente necesario escuchar las voces de aquéllos que nos quitaban el sueño. Así que hicimos nuestra gracia cotidiana. Erika marcó primero, luego colgó –como siempre- y todavía no había terminado de elogiar el tono con el que Rodrigo preguntó –por quinta vez- quién demonios hablaba, cuando sonó el teléfono. Nos miramos aterradas, sin saber qué hacer.  ¿Existía alguna forma de que Rodrigo diera con nosotras? Reconstruí mentalmente los hechos: desde el momento en que mi amiga había marcado el primer dígito, habíamos guardado el silencio ceremonial digno de esos casos. Además, no habíamos dejado escapar ninguna risita nerviosa. No podía ser él. Me tranquilicé con esta idea y descolgué el auricular. Pero lo imposible había sucedido: era Rodrigo. Estaba indignado y exigía una explicación para las llamadas que llevaba recibiendo todas las tardes desde hacía algunos meses. Tiempo después supe que Jorge, igual que Rodrigo, se había armado hasta los dientes con uno de esos mortíferos artefactos que permitían desvelar el misterio del mutismo al otro lado de la línea. Así fue como la tecnología arruinó nuestra pubertad, destruyendo con los identificadores de llamadas cualquier posibilidad de torturar con  silencios a los futuros “amores de nuestra vida”.

La situación tal vez no hubiera sido tan terrible si no fuera porque la dichosa tecnología siguió evolucionando, limitando cada vez más nuestras opciones. Ahí tenemos, por ejemplo, “la etapa del ICQ”. Todas las noches, sin falta, me conectaba esperando encontrar al galán del momento, que para ese entonces ya no era algo tan platónico como lo fue Jorge, pero tampoco me prestaba la atención que yo hubiera querido. Me desvelaba con la esperanza de descubrir indicios de interés romántico en mensajes plagados de faltas de ortografía y de contenido tan profundo como: “Chido, aquí a gusto, echándola” o “Qué hueva hacer tarea, jaja” (la risa escrita no podía faltar). Y si, por azares del destino o algún error informático, Fernando –así se llamaba el sujeto- desaparecía de la lista de contactos en línea sin despedirse, yo pasaba el resto de la noche dando vueltas en la cama, torturándome ante las múltiples causas de la fatal pérdida de conexión. A la mañana siguiente llegaba a la escuela ojerosa, cansada y con el alma en un puño. Mis amigas me miraban y no hacían falta palabras. Ellas, que lo habían sufrido en carne propia, comprendían mi agonía: me habían “aplicado el offline”.

Los años siguieron pasando y, de una manera u otra, la tecnología siguió encontrando la manera de convertir cualquier relación moderadamente tormentosa en un auténtico martirio.

 Los celulares, por ejemplo, fueron una pieza clave de mi insomnio durante la preparatoria. No es nada del otro mundo que tu prospecto se emborrache y sienta la imperiosa necesidad de hablar contigo a altas horas de la madrugada, ya sea para declararte su amor o –en mi caso concreto- amargarte la existencia. Pero lo que ocurría en otros tiempos es que el ebrio príncipe azul tenía que abstenerse de cualquier impulso alcohólico y esperar a la mañana siguiente, o de lo contrario corría el riesgo de que descolgara tu enfurecido padre, amenazándolo de muerte. El celular terminó con todo eso, eliminando tajantemente el obstáculo paterno. Estratégicamente colocado en la mesita de noche (para un alcance más veloz), ese pequeño aparatito me hizo la vida imposible durante el complicado proceso de ruptura con un energúmeno llamado Esteban. Después de cada llamada recriminatoria (Esteban sentía devoción por el papel de víctima), él –pobrecito- dormía a pierna suelta, mientras yo apenas pegaba ojo, llorando desconsoladamente sobre el minúsculo teléfono y deseando tener la fortaleza de apagarlo, para orillar a Esteban a la temible posibilidad de interrumpir el sueño del Doctor Mariano.  

Para cuando Esteban dejó de lado su tradición nocturna (la de las llamaditas, pues a la fecha sigue bebiendo), ya había otro que repetía sus mismos trucos. Y yo, a merced de los progresos tecnológicos y los ímpetus de un nuevo borracho, seguía sin poder disfrutar de una noche de descanso decente, mientras soñaba despierta con escuchar frases que, a pesar de la influencia del alcohol, nunca eran mencionadas.

Hoy, nada ha cambiado. Los elementos sólo se combinan, haciendo variar los niveles de angustia. El famoso ICQ pasó de moda, pero inmediatamente fue reemplazado por el “Messenger”, de manera que todavía es posible sufrir el aborrecido “offline” o, peor aún, la más cruel de las humillaciones: después de adquirir el valor suficiente para teclear un saludo cariñosísimo (que llevas pensando durante una eternidad) llega de regreso –como una bofetada- una frase asesina: “No soy Fulano, soy su abuela Hermelinda”. Hay algunos que juran que lo de un sólo Messenger para toda la familia es un pretexto que todavía cuela.

El celular sigue sonando a horas intempestivas de la noche, pero las palabras deseadas siguen sin pronunciarse y, en contrapartida, una misma puede caer en la tentación de marcar un número prohibido, para gritarle al patán de turno que bien puede arder en el infierno; suceso que causa una vergüenza y arrepentimiento infinitos cuando los efectos del ron, el vodka, o el veneno de preferencia se han disipado por completo.

Pero… ¿qué pasa cuándo no quieres maldecir sino, simplemente, escuchar la voz del patán en cuestión? ¿Qué hacer cuando te ataca ese instinto reprimido de la pubertad de llamar por teléfono y no decir palabra? Ni siquiera tras infinitas sesiones de terapia se pueden hacer desaparecer las ganas de quedarse callada escuchando ese “¿Bueno?” que embriagaba todos mis sentidos cuando tenía trece años.

Estoy resignada: las relaciones amorosas jamás volverán a ser iguales. Sin embargo, todavía  algunas veces, miro el teléfono con nostalgia adolescente. Y no me da vergüenza confesarlo: daría cualquier cosa por poder hacer, sin ser denunciada por el identificador, un “mudito” que –estoy completamente segura- me serviría de catarsis.