miércoles, 12 de enero de 2005

Mudito terapéutico

*Los nombres de algunos personajes han sido cambiados por motivos de pena ajena.

Cuando tenía trece años me enamoré perdidamente de un tal  Jorge. Yo, a los trece, me la pasaba enamorándome perdidamente. Desde entonces tengo corazón de cofradía pero, en aquella época, enamorarse estaba bastante de moda entre mis amistades y yo no podía ser menos: no eras nadie si no sufrías por alguien. Así que, un buen día, vi a Jorge a la salida del cine y decidí que me había enamorado. Y a partir de entonces: ¡a sufrir! Pero la cosa no era tan sencilla. Una tenía que comentar con las amigas lo terrible de sus circunstancias y –por supuesto- hacer algo al respecto, porque no tenía ningún caso decir que sufrías y luego quedarte de brazos cruzados. Si tus amigas descubrían que tu sufrimiento no era auténtico, que no estabas poniéndote en acción para conquistar a tu amorcito, te perdían el respeto. Y para darle autenticidad al asunto, yo hacía lo que fuera.

Afortunadamente, no estaba sola. Recurrí a mi mejor amiga, quien  -claro está- también era un alma en desgracia. Hacíamos lo mejor que podíamos para estar a la altura de la situación: buscar compatibilidad de horóscopos en las revistas para adolescentes, escribir poemas desgarradores…incluso alguna vez seguimos al pie de la letra las instrucciones de infalibles “hechizos de amor” (esas revistas eran una fuente inagotable de recursos para los corazones maltrechos).

Pero nuestros mejores momentos, los pasábamos junto al teléfono. Podíamos estar horas enteras marcando el número de nuestros enamorados (que nos había proporcionado amablemente el amigo del amigo de un amigo suyo) para escuchar la voz amada y luego, evidentemente, colgar. Ellos seguían contestando, nosotras seguíamos conteniendo la respiración, con el corazón en un hilo, mientras escuchábamos: “¿Bueno? ¿Bueno?” Luego comentábamos lo inteligentes y adorables que sonaban los muchachos.  

Con el tiempo, fui reciclando mis amores. Aún así, el “mudito” telefónico seguía siendo un elemento clave en aquellas fugaces pero intensas relaciones. Estoy segura de que, eventualmente, habría dejado de hacer esas ridiculeces por mi propia voluntad. Pero mi evolución fue abruptamente interrumpida por la tecnología.

 Un sábado como otro cualquiera, estaba perdiendo el tiempo con mi amiga Erika, cuando decidimos que había llegado ese momento crítico de nuestras tardes de ocio en el que era absolutamente necesario escuchar las voces de aquéllos que nos quitaban el sueño. Así que hicimos nuestra gracia cotidiana. Erika marcó primero, luego colgó –como siempre- y todavía no había terminado de elogiar el tono con el que Rodrigo preguntó –por quinta vez- quién demonios hablaba, cuando sonó el teléfono. Nos miramos aterradas, sin saber qué hacer.  ¿Existía alguna forma de que Rodrigo diera con nosotras? Reconstruí mentalmente los hechos: desde el momento en que mi amiga había marcado el primer dígito, habíamos guardado el silencio ceremonial digno de esos casos. Además, no habíamos dejado escapar ninguna risita nerviosa. No podía ser él. Me tranquilicé con esta idea y descolgué el auricular. Pero lo imposible había sucedido: era Rodrigo. Estaba indignado y exigía una explicación para las llamadas que llevaba recibiendo todas las tardes desde hacía algunos meses. Tiempo después supe que Jorge, igual que Rodrigo, se había armado hasta los dientes con uno de esos mortíferos artefactos que permitían desvelar el misterio del mutismo al otro lado de la línea. Así fue como la tecnología arruinó nuestra pubertad, destruyendo con los identificadores de llamadas cualquier posibilidad de torturar con  silencios a los futuros “amores de nuestra vida”.

La situación tal vez no hubiera sido tan terrible si no fuera porque la dichosa tecnología siguió evolucionando, limitando cada vez más nuestras opciones. Ahí tenemos, por ejemplo, “la etapa del ICQ”. Todas las noches, sin falta, me conectaba esperando encontrar al galán del momento, que para ese entonces ya no era algo tan platónico como lo fue Jorge, pero tampoco me prestaba la atención que yo hubiera querido. Me desvelaba con la esperanza de descubrir indicios de interés romántico en mensajes plagados de faltas de ortografía y de contenido tan profundo como: “Chido, aquí a gusto, echándola” o “Qué hueva hacer tarea, jaja” (la risa escrita no podía faltar). Y si, por azares del destino o algún error informático, Fernando –así se llamaba el sujeto- desaparecía de la lista de contactos en línea sin despedirse, yo pasaba el resto de la noche dando vueltas en la cama, torturándome ante las múltiples causas de la fatal pérdida de conexión. A la mañana siguiente llegaba a la escuela ojerosa, cansada y con el alma en un puño. Mis amigas me miraban y no hacían falta palabras. Ellas, que lo habían sufrido en carne propia, comprendían mi agonía: me habían “aplicado el offline”.

Los años siguieron pasando y, de una manera u otra, la tecnología siguió encontrando la manera de convertir cualquier relación moderadamente tormentosa en un auténtico martirio.

 Los celulares, por ejemplo, fueron una pieza clave de mi insomnio durante la preparatoria. No es nada del otro mundo que tu prospecto se emborrache y sienta la imperiosa necesidad de hablar contigo a altas horas de la madrugada, ya sea para declararte su amor o –en mi caso concreto- amargarte la existencia. Pero lo que ocurría en otros tiempos es que el ebrio príncipe azul tenía que abstenerse de cualquier impulso alcohólico y esperar a la mañana siguiente, o de lo contrario corría el riesgo de que descolgara tu enfurecido padre, amenazándolo de muerte. El celular terminó con todo eso, eliminando tajantemente el obstáculo paterno. Estratégicamente colocado en la mesita de noche (para un alcance más veloz), ese pequeño aparatito me hizo la vida imposible durante el complicado proceso de ruptura con un energúmeno llamado Esteban. Después de cada llamada recriminatoria (Esteban sentía devoción por el papel de víctima), él –pobrecito- dormía a pierna suelta, mientras yo apenas pegaba ojo, llorando desconsoladamente sobre el minúsculo teléfono y deseando tener la fortaleza de apagarlo, para orillar a Esteban a la temible posibilidad de interrumpir el sueño del Doctor Mariano.  

Para cuando Esteban dejó de lado su tradición nocturna (la de las llamaditas, pues a la fecha sigue bebiendo), ya había otro que repetía sus mismos trucos. Y yo, a merced de los progresos tecnológicos y los ímpetus de un nuevo borracho, seguía sin poder disfrutar de una noche de descanso decente, mientras soñaba despierta con escuchar frases que, a pesar de la influencia del alcohol, nunca eran mencionadas.

Hoy, nada ha cambiado. Los elementos sólo se combinan, haciendo variar los niveles de angustia. El famoso ICQ pasó de moda, pero inmediatamente fue reemplazado por el “Messenger”, de manera que todavía es posible sufrir el aborrecido “offline” o, peor aún, la más cruel de las humillaciones: después de adquirir el valor suficiente para teclear un saludo cariñosísimo (que llevas pensando durante una eternidad) llega de regreso –como una bofetada- una frase asesina: “No soy Fulano, soy su abuela Hermelinda”. Hay algunos que juran que lo de un sólo Messenger para toda la familia es un pretexto que todavía cuela.

El celular sigue sonando a horas intempestivas de la noche, pero las palabras deseadas siguen sin pronunciarse y, en contrapartida, una misma puede caer en la tentación de marcar un número prohibido, para gritarle al patán de turno que bien puede arder en el infierno; suceso que causa una vergüenza y arrepentimiento infinitos cuando los efectos del ron, el vodka, o el veneno de preferencia se han disipado por completo.

Pero… ¿qué pasa cuándo no quieres maldecir sino, simplemente, escuchar la voz del patán en cuestión? ¿Qué hacer cuando te ataca ese instinto reprimido de la pubertad de llamar por teléfono y no decir palabra? Ni siquiera tras infinitas sesiones de terapia se pueden hacer desaparecer las ganas de quedarse callada escuchando ese “¿Bueno?” que embriagaba todos mis sentidos cuando tenía trece años.

Estoy resignada: las relaciones amorosas jamás volverán a ser iguales. Sin embargo, todavía  algunas veces, miro el teléfono con nostalgia adolescente. Y no me da vergüenza confesarlo: daría cualquier cosa por poder hacer, sin ser denunciada por el identificador, un “mudito” que –estoy completamente segura- me serviría de catarsis.