miércoles, 18 de mayo de 2005

Pesadillas


Cuando sonaba el despertador, él  tardaba en levantarse, cansado, como quien emerge de un profundo letargo. Todas las noches soñaba que se le caían los dientes.  Algunas veces los escupía uno por uno; otras, él mismo se los arrancaba. Pero las variantes de la pesadilla eran lo de menos, una vez que el terror de su propia boca desdentada lo hacía levantarse, Daniel sabía que pasaría el resto de la noche con los ojos abiertos, mirando el techo, consumiéndose de pavor ante la posibilidad de cerrarlos y experimentar el sueño recurrente.

  Yo lo conocí, ojeroso y triste, en una tertulia literaria de las que organizaba por aquélla época Octavio Cifuentes. Descubrí sus ojos azules en un rincón de la salita iluminada con velas y me pareció un ser ínclito a pesar de su mirada de animal en cautiverio. Felipe Torres, uno de los pseudo-poetas más aburridos de mi generación, lo estaba aturdiendo con sus ideas sobre el romanticismo de las cucarachas; así que decidí acudir en su rescate. Aún no entiendo qué fuerza extraña me poseyó para ir a sentarme entre los dos, con el ridículo argumento de: “Vengo a interrumpir su plática, ¿de qué hablan?” Felipe nos presentó, no del todo contento con mi intromisión. Sin embargo, Daniel parecía aliviado.

-       ¿Qué esperas tú de la vida?- me preguntó a modo de saludo.

-       No lo sé, pero así es más divertido. Además, no corro el riesgo de la decepción si mis expectativas no se cumplen.

Le gustó mi respuesta. Lo sé porque se quedó mirándome durante una eternidad, sin decir nada, con esa especie de sonrisa perenne –pero no del todo alegre- que pronto aprendería a reconocer.

Felipe se sintió inmediatamente excluido y trató de volver a la carga; Daniel lo interrumpió.

-       Surgió un imprevisto.- dijo, cortante. – Tengo que irme.-

 Pero luego añadió, dirigiéndose a mi: “¿Me acompañas?”  Así de fácil. Ni siquiera pregunté a dónde. Recogí mis cosas ante la mirada impávida de Felipe y tomé la mano que me ofrecía Daniel, dispuesta a seguirlo al fin del mundo.

No pasó mucho tiempo antes de que yo misma me viera envuelta en sus terribles pesadillas. Daniel vivía rodeado de fantasmas, responsables de la dentadura hueca que lo hacía ahogar gemidos en la almohada cada noche, y yo aprendí a vivir con él y sus espectros. Al principio se trataba sólo de una presencia débil, tolerable, pero poco a poco se fue apoderando de mi existencia, hasta el punto en que también yo despertaba sobresaltada, anticipándome a los sueños de Daniel. 

No hablábamos del tema. Era normal que él se deprimiera, encerrándose en graves silencios que duraban días y para los cuales no ofrecía más explicación que sus pesadillas. Mas un buen día conocí a su fantasma, oculto en lo más profundo de un cajón. Era una foto vieja, donde Daniel aparecía sonriendo de una forma desconocida, abrazado a una mujer que lo sujetaba con cierto sentido de pertenencia y a mí, en cambio, parecía mirarme con un gesto cínico y burlón.

Cuando Daniel llegó a casa esa tarde, lo confronté, blandiendo la foto como si fuera un arma. Me miró como si lo hubiera desintegrado con aquella imagen y  suspiró con resignación, alegando que, al menos, constituía una ganancia que yo lo hubiera descubierto sola.

-       Andrea es mi musa.- explicó con una mueca sombría. – Sueño que pierdo los dientes porque algo me falta. Me falta Andrea.

-       ¿Y yo? ¿Dónde quedo yo?

-       No sé estar solo.- dijo, inexpresivo. – Y tú, algunas veces, te pareces a ella.

   Una ira sorda me recorrió todo el cuerpo. Maldije mentalmente las tertulias de Octavio, las cucarachas de Felipe, los ojos azules que parecían llamarme desde el otro extremo de la habitación, los últimos años al lado de Daniel, sirviéndole como sustituto de la mujer que se burlaba de mí en la foto. Pero, sobre todo, maldije la sonrisa que Daniel había guardado para ella.  Supe en ese momento que sólo existía una forma de vengarme de él y su fantasma: si no había sido capaz de sonreírme a mí de esa manera, no volvería a sonreír nunca.

Aún no sé de dónde saqué la fuerza para el golpe que vino después: un golpe seco; con el puño cerrado y antes tan débil, ahora cargado de toda la rabia que me habían infundido los episodios nocturnos del joven poeta. Le rompí dos dientes.

Salí de allí corriendo, perseguida por sus gritos y el recuerdo de la fotografía. No miré atrás, ni una sola vez. Me importaban poco las suyas, porque mis pesadillas habían terminado.

Nunca me molesté en averiguar si Daniel seguía despertando cada noche. Pero, si así era, al menos ahora –gracias a mí- sus temores tenían una razón de ser.