martes, 12 de diciembre de 2006

Besos de metal

Ella nunca podría recordar la fecha exacta en que se había obsesionado con los metales. Aún así, estaba convencida de que toda la culpa era de Peter Pan, ese niño eterno que atesoraba un dedal de plata, sólo porque alguien (¿Wendy? ¿Campanita, tal vez?) le había asegurado que aquel minúsculo objeto era un beso.

La Tierra de Nunca Jamás se le fue quedando cada vez más pequeña, hasta convertirse sólo en un borroso cuento de la infancia. Sin embargo, a pesar de los años, una idea había conseguido escondérsele en uno de esos rinconcitos de la mente que todos creemos olvidados. Ella soñaba con que alguien, alguna vez, le diera un regalo maravilloso, como lo era el dedal de Peter Pan. Nada le parecía tan poético como la imagen de un pedazo metálico guardado en algún joyero, encerrando en su insignificancia toda la magia de los besos, los que nunca se dieron y los que estaban aún por darse. Tal vez nunca lo aceptaría, pero soñaba con un beso eterno.

Iba por la vida colgándose al cuello anillos que le quedaban demasiado grandes, escondiendo pulseras que terminaban por oxidarse, coleccionando pendientes y collares excesivamente recargados…sólo para darse cuenta de que lo único que cabía en sus joyeros eran mentiras y dudas, lágrimas y risas forzadas, fantasmas acompañados de las pesadillas en las que les gustaba ser protagonistas.

Él nunca podría recordar la fecha exacta en que se había obsesionado con los metales. Sólo contaba que, desde niño, la joyería le producía una extraña y perturbadora aversión y, a pesar de la incredulidad de los que lo rodeaban, era incapaz de sostener en sus manos la más mínima pieza de joyería. Su peor pesadilla eran los joyeros repletos, pero para llenar cualquier vacío le sobraban sonrisas, con las que podía iluminar para siempre hasta la más insensible de las miradas. Casi todos los fantasmas que, de pequeño, lo acosaban a la entrada de su habitación, habían desaparecido, vencidos e indefensos ante las carcajadas que él escondía en la punta de su nariz. Casi, porque la fobia a la joyería seguiría siendo su fantasma favorito.

No le faltaban besos porque nunca se le habría ocurrido soñar con uno que fuera eterno, así que iba por la vida coleccionando imágenes con las cuales colorear todos los artificios que se le escapaban entre los dedos, en forma de dibujos fantásticos que escondían seres y paisajes de mundos mitológicos. En realidad, no podía soñar la magia de los besos eternos porque, sin saberlo, era la misma que llevaba atrapada en la tinta de sus plumones.

El la miró primero, pero al encontrarse con sus ojos, ella quiso, de pronto, conocer todas y cada una de las sonrisas que podían formarse en esa boca que destrozaba vasos de plástico a mordidas (quiso, también, probar esas mordidas), deseó sentir todas las posibles caricias que ocultaban esos dedos y, siguiendo un impulso que –aún no estoy muy segura de dónde vino- eligió deshacerse para siempre de sus miedos y le robó un beso de verdad. Y los labios de él sabían mejor que cualquier beso metálico que ella jamás hubiera podido soñar.

sábado, 20 de mayo de 2006

Blancanievos


A Rafa.

“¿Y si jugamos a que mi hermanito es Blancanievos y le damos una manzana envenenada?”
Esta fue la frase que surgió de mi perversa mente criminal a la edad de tres años. Rafaela, probablemente, me miraría horrorizada, pensando en las posibles maneras de alejar a ese pequeño asesino en serie que era yo, de esa cosa arrugada e informe que eras tú, su adorado retoño. Y podría asegurar que Mariano corrió a buscar los múltiples folletos de reformatorios que venía guardando, rencoroso, desde que tuve la gracia de orinarme encima de él a los pocos segundos de mi nacimiento. Por si fuera poco, yo previamente había dado indicios de resultar un auténtico peligro para ti, arrojando todas tus recién adquiridas posesiones por la ventana, volteándote en tu cuna con la simpática ocurrencia de “agarrarte como chango” y usurpando las tijeras de la abuela para confeccionarte un nuevo atuendo, haciendo mis elaborados diseños de moda sobre tu pijama.
Seguramente todos los hermanos mayores experimentan estos instintos tanáticos cuando la llegada de un diminuto ser en pañales amenaza con destruir el cómodo absolutismo familiar en el que han vivido felizmente durante los primeros años de su existencia. Es normal: un buen día, de pronto, hay que compartirlo todo. Y lo que queremos es hacer desaparecer de la faz de la tierra al incómodo intruso. Eso sentí cuando naciste: eras un intruso que merecía la muerte. Sin embargo, con el paso del tiempo, perdona la cursilería, hasta bien empezaste a caerme.
Evidentemente, esta transición del odio al amor no resultó nada fácil. Tus papis consiguieron impedir, aún no estoy muy segura de cómo, el inminente envenenamiento que yo planeaba o que lo siguiente en volar por la ventana fueras tú, pero sin embargo no evitaron que tu cabezota sirviera como pisapapeles para mis diversas obras de arte, ni que hoy en día sientas una incontenible fobia hacia los roedores, producto de las historias terroríficas sobre ratas rabiosas que yo te contaba todas las noches antes de dormir, dejándote aterrado ante la posibilidad de que estos animales se presentaran en la madrugada a devorarte las orejas. Los castigos impuestos por estas travesuras no hacían sino aumentar mis celos hacia ti, que, cuando alcanzaste la edad suficiente para tomar venganza, decapitaste en una sola tarde a todas y cada una de mis muñecas.
Nadie podía obligarme a quererte. El cambio se dio gradualmente, y casi sin que me diera cuenta. Un día, de pronto, tus las lágrimas no me provocaron la alegría infinita e inexplicable de otro tiempo, y me pregunté con horror si no me estaba volviendo demasiado blanda. Luego descubrí la inmensa utilidad de que existiera alguien a quien poder echarle la culpa de la maceta que yo había destruido para hacer exquisitos pasteles de lodo, y antes de darme cuenta, tenía dieciséis años y eras tú quien me abría la puerta de madrugada y no les decía nada a nuestros progenitores sobre esa primera y desastrosa borrachera. En ese momento supe que el sacrificio de mis muñecas no había sido en vano e, incluso, me sentí un poco culpable por los traumas irreparables que te había ocasionado cuando aún no podías separarte del chupón.
Y ahora que lo pienso bien, no es a Mariano y Rafaela, sino a mí a quien le debes la vida. ¿Por qué? Porque alguna vez reprimí todos mis impulsos tanáticos de lanzarte por los aires o hacerte tragar una manzana envenenada y, gracias a eso, hoy estás vivo para tenerle fobia a los ratones. Y yo aún puedo sonreír por ello.