miércoles, 29 de agosto de 2007

Te miras


Te miras. Tan ingenua y tan contenta que tienes ganas de gritarte algo. Pero la voz no viaja tan atrás, y no alcanza esos dieciséis años ni esa sonrisa excesiva porque no hace tanto tiempo que te quitaron los braquets. Te miras con esa playerita ridícula que te hacía sentir tan ruda, y te preguntas por qué carajos todavía existe en uno de los cajones que están del lado izquierdo de tu presente. Te vuelves a mirar y el hueco en el estómago no se quita, pero tú, allá, todavía no sospechas nada. El baterista, que hoy les parece tan simple a ti y a tu hueco, acaba de pasar por ti en su coche negro. Te miras estúpidamente emocionada porque el baterista tiene coche y tiene dieciocho años, y porque el baterista es baterista y compone canciones que son casi, casi, tan rudas como tú te sientes (aunque en el fondo sepas que son un plagio de Machado). Ahora miras cómo, sin que sospeches nada, el baterista hace un redoble con tus ilusiones y te manda a volar. Te miras aguantarte las lágrimas de manera bastante mediocre, te miras escucharlo decir que le gusta otra ingenua, y te miras sentir que a ti eso no te importa, que tú quieres estar con él de todas formas. Te miras…porque todavía no puedes gritar nada.

Tratas de mirar más rápido. Te miras sentada en un cuarto lleno de marihuanos que juegan Nintendo. Te miras mirando con devoción a uno de esos marihuanos: el pintor. Te miras acostumbrándote a que el pintor prefiera encerrarse a hacer bocetos de Jim Morrison y jugar Nintendo que tocarte. Te miras cuándo ya no te importan ni el por qué, ni el cómo, ni el cuándo el pintor te pinta su hasta luego. Tiene tan poco sentido que estuvieras ahí que no vale la pena ni intentar dar de gritos.

Ahora quieres desgañitarte de nuevo porque te miras junto al fotógrafo. Tan alto, tan culto, tan tatuado, tan mitómano. Te miras diciendo que vas a leer la Divina Comedia y te miras tragándote que es su libro favorito. Te miras sin querer reconocer, ahora que te las das de letrada, que cuando te contó que le había encantado Kundera le preguntaste: ¿De qué se trata? Te miras enamorada hasta la estupidez y te quieres morir de vergüenza: ¿habrá alguien más mirándote? No. Si lo hubiera, te habría gritado ya que no fueras tan idiota. Te miras creyéndote que en menos de un mes ya eres el amor de su vida y que contigo es distinto. Te miras enfurecerte con la gente cuando te advierten que miente por deporte. Ya es muy tarde: te estás mirando a los diecinueve años sentada en el diván de un psicólogo, te estás mirando llorar y preguntarle a un extraño qué hiciste tú para  qué el fotógrafo haya desaparecido de la faz de la tierra. Te miras mientras te das cuenta de que no hay respuesta, y el grito que quieres lanzarte se ahoga entre todas las mentiras que le creíste.

Te sigues mirando cada vez más triste. Te miras convencida de que por fin encontraste a tu alma gemela. Te miras queriendo formar parte de las películas que él va a dirigir, queriendo ser la protagonista aunque sabes que está enamorado de otra. Te miras llorando mientras él te dice que no te ama. Te quieres dar un par de bofetadas cuando te escuchas contestarle que tú sí lo amas a él. Te miras persiguiendo sus ojos hasta el otro lado del mundo y de pronto nuestras miradas se cruzan. Te miras y me estás viendo. Pero sólo me viste un segundo. Ahora sí: pudiste haber gritado. Pero cuando se trata del cineasta nunca quieres soltar ni un triste gritito. Supongo que lo sigues guardando.

Cuando te miras junto al diseñador, más bien te dan ganas de no mirarte. Aunque para variar no puedes evitarlo y te sigues mirando, más idiota que nunca. Ni hablar, no hay remedio: te gritas. Con todas tus fuerzas te gritas, pero no te escuchas. No te escuchas decirte que no caigas ahí. Y te miras caer. Te miras tratando de hablar con él y nada tienen en común. Te miras explicándole, a sus veintidós años, quién es Carlos Fuentes y por qué te gusta tanto Rayuela. Te miras sentada junto a él en un cine viendo Doom: La puerta del infierno, porque quieres compartir sus gustos. Te miras escribiéndole un cuento que te costó media vida terminar, y el imbécil no lo entiende porque cambiaste de sujeto en el segundo párrafo. Te miras y te das cuenta de que sólo lo quieres porque crees que él te quiere a ti, y habías dejado de pensar que te merecías eso. Te miras queriéndolo porque necesitas que alguien te quiera. En este momento casi podrías verme a mí otra vez, pero no te atreves a sostenerme la mirada. Yo tampoco me atrevería. Por eso te sigues mirando.

Te miras llorar y queriendo hacer pactos con el diablo, y después de un tiempo te miras olvidar y crecer un poco. Te miras otra vez en un diván pero esta vez es más por ti que por ellos, y de pronto un día te das cuenta de que ya no tienes tantos motivos para gritarte.

Y justo cuando creías que se habían acabado los gritos, y justo cuando estabas a punto de encontrarme, te miras conociendo al poeta y enamorándote de una forma distinta. Te miras siendo más segura y más honesta, te miras queriéndolo porque se lo ha ganado a pulso. Te miras bailando desnuda y contenta. Te miras jugando a escribir un poema por turnos. Te miras en tu pequeño universo perfecto y eres feliz. Tan feliz que sería un buen momento para gritarte. Pero una vez más no lo haces, porque no sabes reconocer el instante. Te miras mientras sientes que todo se te va de las manos. Te miras buscar unos versos que hace rato que no te dedican. Tan desesperada que no sabes exactamente qué es lo que tienes que gritarte ahora. Entonces te das cuenta de que lo que estás mirando es tu reflejo. Esta vez no apartas la mirada. ¿Qué me ves? Ahora, hoy, tú…¿qué es exactamente lo que miras? Finalmente se me escapa un grito pasado de moda, un grito que no pude escuchar a los dieciséis años y ahora no hace otra cosa que rebotar contra los espejos. No sirve. El hueco sigue en mi estómago. No grité a tiempo y ahora nada resuelvo con mirarme.