viernes, 18 de diciembre de 2009

Maletas

Aunque no sean de piel, las dos son insultantemente rojas. La miran desafiantes desde un rincón de la recámara, sonríen irónicas y altivas porque en sueños él supo adivinar su color y su propósito. Hace tanto tiempo que no van a ninguna parte, que le había dado por pensar que sólo servían para acumular trastos viejos. El armario revuelto también se burla, le recuerda que casi nunca usa faldas y mucho menos si son de flores, y se pregunta a dónde va ella a estas alturas con sus jeans gastados, o si sus tenis, tan sucios y acostumbrados a pisar veredas conocidas, serían capaces de caminar tan lejos.

Tiene ante sus ojos el mensaje del último sobre que él mandó porque sabía, tan orgulloso y altivo como ellas, que iba a ser abierto. Y cómo no sentir aquel viejo latigazo, el de siempre, el que provocan sus letras, y cómo no asustarse del abismo que se abre ante sus ojos cuando se sujeta al mástil de este último barco. Porque ya no es tan fácil como sólo bajarse, ahora hay que saltar y los años han ido forjando en ella un pánico estrepitoso a las alturas, a pesar de que entre los dos hubieran establecido ya que el vértigo son sólo ganas de caer.

Se siente egoísta escribiendo de vuelta, porque le tiemblan las manos y no está segura del significado ni el motivo de sus palabras. Piensa sólo en ella, en que no le gustan los finales de película dardo, o al menos no le gustan para ésta. Porque no se suponía que iba a ser así, porque una cosa son los silencios y otra muy distinta los finales. Piensa en las lágrimas que le ha arrancado el nuevo texto y actúa por impulso, por necesidad de rescatar esos sueños aunque siga sin atreverse a bajar del barco. Es injusta, sabe que otro mensaje sellado no es lo que se espera de ella, y aun así no puede evitarlo. Él merece a alguien que no tenga tanto miedo, que no guarde como espinas las madrugadas que la hacían llorar, que deje de morderse la lengua para decir por fin que sí, que lo ama desde que lo odia. Se aferra al a lo mejor con las uñas, al tiempo etéreo e intangible en que ambos se desprenden de un árbol y recorren el mundo, pero se sabe incapaz de responder de otra manera. Incapaz de materializarse, de usar faldas que le cubran las pantorrillas, de olvidarse de las raíces en la ciudad de plata que la llama con la conciencia limpia.

Sabe que no puede pedir nada, que no puede ofrecer una respuesta definitiva, que no tiene derecho a robarle la sonrisa por más tiempo, que la insoportable imposibilidad del ser se erige una vez más entre los dos como una muralla infranqueable. Y sin embargo los dedos siguen golpeando el teclado, contundentes, con mente y vida propia: dedos ególatras que quieren seguir apareciendo en sus libros, sus versos y sobre todo en sus sueños, dedos que dibujan su silueta algunas veces, sólo por el placer irrenunciable de evocarlo y constatar que siguen conociendo su cuerpo de memoria.

Y ellas siguen ahí, con la mirada desafiante del principio, enfrentándola a sus miedos y a la injusticia de haber escrito estas palabras que no saben lo que buscan, que tal vez están viciadas y ya no dicen nada, palabras indignas que se resisten a enterrarse para siempre entre esas dos maletas rojas.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Tinta indeleble


Yo sólo quería citar a Kundera. Yo sólo quería robar un par de carcajadas. No sabía, no podía sospechar que, agazapado detrás de su silla, estabas tú, gigantesco, y con los ojos envenenados de verde. Esperaste el momento preciso: una sonrisa inocente, una broma trivial, una palabra clave. Y entonces saliste, inesperado, hiriente, ponzoñoso. Te apoderaste de ella. Fulminante con tus ojos esmeralda, arrastrando una crueldad alimentada durante años... y, sobre todo, certero. No pude darme cuenta a tiempo: ni todo el peso de la verdad era suficiente para destruirte. No servían la razón, las palabras de Kundera, ni siquiera la risa. Habías clavado tus colmillos justo ahí, donde el amor estaba tatuado. Y, de pronto, las dos empezamos a sangrar la tinta que creíamos indeleble.
Cuando después del ataque, exhausto tal vez, volviste a tu escondite, ya era imposible no verte. La llevaste contigo. Y a mí, de aquella mancha de tinta, no me quedó más que el recuerdo amargo de una aguja perforándome la pelvis.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Reconstrucción onírica


Al principio era todo nariz. Como un Adrien Brody menos alto y algo descolorido, pero mucho más interesante. Más melódico. Luego se convertía en boca y en dientes, y las notas musicales que le resbalaban de la lengua cantaban, de pronto, entonando la palabra “dedos”, y los dedos se tocaban hasta formar una mano que quería, a su vez, tocar la mía, tan petrificada y eufórica.

Con el roce de aquella mano, mis piernas se convertían poco a poco en cuerdas, y mi cuerpo completo tenía forma de algo parecido a un ábaco...y después toda yo era una lira, tensa la cadera y afinada la cintura, aterrorizada y expectante ante la posibilidad de que me arrancaran un sonido. Me daba cuenta entonces de la incapacidad de producir un acorde lo suficientemente bello, y me alejaba de aquel Orfeo, corriendo a toda velocidad con un estruendo de madera hueca.

Y despertaba así, con un extraño olor a cuerda en las rodillas y envuelta en partituras y notas musicales que habían dejado de sonar.

sábado, 4 de julio de 2009

Tú, con todas tus pecas puestas

No me acuerdo de qué era la conferencia. Juan se dormía, dando unas cabezadas maravillosas, y yo me tenía que esconder para que nadie me viera llorar de la risa. Dos filas adelante estabas tú, con Arturo, riéndote de lo mismo, pero sin lágrimas. La pelirroja incómoda se tomaba libertades excesivas con tu pelo y tu espalda, y yo culpaba mentalmente a Paloma de mitomanía, pero no por eso dejaba de mirarte. Tú también me mirabas, con todo y los dedos que se paseaban, invasores, por tu nuca. Ya no sé qué fue lo que pasó primero. Pero de pronto nos repartíamos besos frente a la pirámide del Sol. Nos repartíamos besos en cualquier parte. Me esperabas afuera de los salones y Cristina daba de gritos, haciéndome sentir que tenía trece años. Nunca te acercabas si estaban ellas, preferías esperar a que yo saliera, colaborando con la fantasía del amor de secundaria. Sólo que tus besos no eran nada adolescentes, aunque yo –que siempre he tenido regresiones a la pubertad- aún guarde los mensajes de celular que mandabas de tanto en tanto. Íbamos al teatro, al cine, a beber y cantar toda la noche con Arturo y la Sopa. Estuvimos casados en Taxco. Luego me abandonaste y, de paso, me dijiste por quién me abandonabas. Ésa fue la primera vez que me hiciste llorar (la segunda no te la voy a confesar nunca). La verdad es que no pensaba perdonarte, pero fueron quince días muy largos y a mí el rencor me duró hasta el preciso instante en que te vi aparecer por la puerta.

            Tú no te acuerdas de esa noche, sólo de la sensación. Yo, además, me acuerdo de otras cosas. Habíamos tomado mojitos. Me habías hecho bailar con todo y mis tres pies izquierdos. Las reglas de la administración dejaron de existir, así que nos dedicamos a profanar un poco el elevador. Luego, profanamos también un par de muebles.

            Hoy ya perdimos la cuenta del mobiliario profanado. Incluso yo, tan adicta a las fechas, estoy a punto de olvidar el tiempo que llevamos juntos. Deja de ser importante. El único tiempo que realmente importa es el que falta para que llegues tú, hoy, con todas tus pecas puestas.