miércoles, 14 de octubre de 2009

Tinta indeleble


Yo sólo quería citar a Kundera. Yo sólo quería robar un par de carcajadas. No sabía, no podía sospechar que, agazapado detrás de su silla, estabas tú, gigantesco, y con los ojos envenenados de verde. Esperaste el momento preciso: una sonrisa inocente, una broma trivial, una palabra clave. Y entonces saliste, inesperado, hiriente, ponzoñoso. Te apoderaste de ella. Fulminante con tus ojos esmeralda, arrastrando una crueldad alimentada durante años... y, sobre todo, certero. No pude darme cuenta a tiempo: ni todo el peso de la verdad era suficiente para destruirte. No servían la razón, las palabras de Kundera, ni siquiera la risa. Habías clavado tus colmillos justo ahí, donde el amor estaba tatuado. Y, de pronto, las dos empezamos a sangrar la tinta que creíamos indeleble.
Cuando después del ataque, exhausto tal vez, volviste a tu escondite, ya era imposible no verte. La llevaste contigo. Y a mí, de aquella mancha de tinta, no me quedó más que el recuerdo amargo de una aguja perforándome la pelvis.