lunes, 7 de junio de 2010

De príncipes y piratas

Ondeaba en tu cabeza la bandera negra, tan majestuosa como de costumbre, con su calavera, sus tibias, su peligro inminente. Ya desde entonces te seducían el parche y el filo de las espadas, los mapas indescifrables que anunciaban tesoros con el brillo azulino y rojizo de las piedras preciosas. Pasabas las páginas con avidez, con la aventura en la punta de la lengua, mientras al fondo del librero las historias que hablaban de príncipes azules se llenaban de polvo. Ellos, tan insulsos, tan repeinados, trataban de llamar tu atención, de engatusarte con palacios de marfil. Galopaban, un poco hartos, encima de caballos blancos, intentando convencerte de que era posible vivir feliz para siempre. Gritaban con sus voces cristalinas que te alejaras del mar y los monstruos de las profundidades. Era inútil. Las cuerdas vocales que te atrapaban eran mucho más ásperas, salpicadas de ron y locura, de reconocibles toques de arena y sal.

No te preguntes ahora qué hacer con las tormentas ni cómo controlar el imprevisible timón que, casi todo el tiempo, es más fuerte que tú. No tiene caso lamentar el impacto de las olas ni la ausencia de puertos o islas en el horizonte. Desde los tiempos remotos de los cuentos de hadas, había que elegir. Y tú sabías que los príncipes tenían coronas que ofrecerte. Pero los piratas fueron siempre más divertidos.

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