sábado, 17 de julio de 2010

Personaje femenino


Te acostumbraste a imaginarla así, porque le convenía a la historia. Al principio la narrabas vestida de blanco y con algo parecido a una aureola sobrevolándole la cabeza que, más que evocar al misticismo, la hacía ver un poco tonta. Ella aborrecía su caricatura, pero se sometía ciegamente a las líneas que ibas trazando en el boceto. Quién sabe cuándo sería que empezó a quedarle estrecho el disfraz de mártir, pero poco a poco fuiste alterando el personaje. Empezaste por añadirle unas medias negras bajo la túnica, luego un curioso tinte de rubor en las mejillas, finalmente algo de ironía en los ojos. El tiempo te obligó a cambiar por completo el atuendo, dejando atrás toda pureza al vestirla de colores que provocaban, ahora sí, algo bastante más perverso que la ternura.
Al verse en la cima de un pedestal falso y forrado de desgaste, ella escapó corriendo, anticipándose a la inminente llegada del látigo, las botas de cuero negro y los labios rojos con los que ya aderezabas su cuerpo en tus desvaríos literarios.
Nunca supiste contarla como era. No lo sabes todavía, y por eso te preguntas dónde colocar el ojo de cristal, el sombrero negro y hasta la escoba que, ahora, te parecen tan apropiados. Ella no está más ahí. No es su culpa haber sido concebida como personaje inacabado. No es su culpa que, en lugar de mirarla, te hayas dedicado a imaginar historias convenientes.